jueves, 25 de septiembre de 2008 | By: Abril

Soliloquio



Jueves 11 de diciembre de 2003

“¿Sabes una cosa? No he montado en caballo más veloz, más salvaje y más puramente adictivo que en este que he descubierto en las sonrisas de los chavales, en la magia de sus juegos,... Y en tus ojos, que me reinventan cada amanecer, que hacen que merezca la pena continuar, que me enseñan el significado de la esperanza y la ilusión. Sos la adicción más potente que he probado, y no quiero desengancharme nunca...”

¿Lo recuerdas? Hoy hace dos años de aquello. El campamento era un éxito, tú y yo compartíamos proyectos, actividades, conversaciones frente a la fogata y pijama a rayas. Aquella tarde, tumbados sobre el césped, lo dijiste como si tal cosa, de un modo tan natural que hizo estremecer hasta la última de mis fibras; y de repente, como si tal cosa, te miré y sonreías abiertamente; pero ya no sonreías porque lo trocaste por pura risa, por pura carcajada; reías y reías como un loco, una risa cantarina y transparente, una risa de niño grande sorprendido por un hallazgo monumental. Me mirabas con ebrios ojos, pupilas dilatadas de puro frenesí; y tu cuerpo temblaba sobre la hierba, presa de un ataque de exultación, de júbilo, de amor por todo cuanto te rodeaba,... En aquel momento supe que te quería más que a nada en este mundo.

La verdad es que no fue esta la única frase que caló hondo en mí; de hecho, me acostumbré a ver caer las hojas en otoño, a recogerme el pelo con los lapiceros que veía tirados por casa, a usar ropa interior, a dar los buenos días en vez de gruñir por las mañanas, y a tus malditas frasecitas lapidarias. Ya ves, pequeños cambios de un día, de otro día, de un tercero, que me transformaron de manera suave, que me hicieron valiente para tomar conciencia de mí, de ti, del resto, hasta alegrarme de encontrar mi imagen en el espejo, observándome por primera vez.

Lo tuyo era impúdico; vamos, que jugabas con ventaja, y bien que sabías aprovecharla. No era posible escapar del hechizo de tu voz grave, de esas palabras que dejabas corretear como un susurro, como un suspiro; escapar de ese arrullo dulce que calmaba y sanaba las llagas más viciadas y purulentas del alma. Recuerdo ahora la primera vez que nos vimos. En aquella soporífera conferencia que pretendía enseñarnos algo que nos resultaba dolorosamente familiar y propio, que demasiado bien conocíamos, a cambio de un puñado de monedas de plata.

“No tienen ni puta idea” dijiste, y volviste tu cabeza hacia mí mientras se te cayó un guiño; recogiste tus cosas y te levantaste, decidido, resuelto a traspasar la puerta... Yo hice lo propio con mis bártulos y te seguí como perro sin amo. Tomamos un café de seis horas, hablamos con el atropello propio de quien vacía su maleta porque ya está en casa, te invité a mi piso e hicimos el amor; no podía ser de otro modo.

Me ha costado esfuerzo sobrehumano verte a través de los ojos del pasado, pensarte tan distinto a como te he conocido. Pero era así, y aunque me estallaba el pecho cada vez que abrías la caja de Pandora, me preparé para oírte hablar de ruinas humilladas, de hastío, de soledad infinita, de un vagar que no te permitía ni desear morir. Un pasado lleno de mentiras, de violencia, de cólera y rabia mitigadas únicamente al caer en redondo en cualquier pocilga, en cualquier esquina perdida, en cualquier parque abandonado, tan abandonado y vacío como tú, que fuiste deshaciéndote, noche tras noche, de tus recuerdos, de los nombres que te acompañaron desde siempre, de tu identidad.

Un día despertaste en un frío callejón, como advenedizo y recién llegado, sintiendo la dureza del suelo, sintiendo la indiferencia de la gente -que caminaba por la acera, evitando incluso el frágil roce de tu aliento-, de los coches, de los árboles; la indiferencia de tu cuerpo, excremento baldío y senectud forzada, que se negaba a obedecerte. Las primeras lágrimas quemaron, pero desterraron el delirio y purificaron tus sentidos.

No debió resultar fácil. Tanto tiempo escondido, inmerso en la oscuridad, y de repente la luz, y tus retinas cegadas por el restallido del dolor en otras retinas, otras retinas calcinadas a fuerza de llorarte en silencio y de buscar tu nombre en las esquelas que penden del mismísimo infierno... Pero te acostumbraste y te hiciste metáfora, yermas cenizas convertidas en pétalos tocados por la gracia de húmedo pincel, y te hiciste canción, y te extendiste sutilmente dejando una tibia estela a tu paso. Ahora ya éramos dos; dos fundidos en uno, reflejo tan exacto que desorientaba.

Y aprendí de ti todo lo que no me enseñaron en el colegio: aprendí a quererme, aprendí a perdonar y dejar a un lado el rencor, aprendí que Chano, Peque, Markitos, Raquel, Davinia, Eli, el Pulgui, Fele, y el resto de mocosos te daban la vida que perdiste antaño, aprendí a beber del mismo manantial y nunca los tragos calmaron como entonces mi sed, la sequedad de mi garganta y mis venas, consumidas de tanto jugar a ser Dios y querer comerme el mundo de un bocado.

Me lo pregunto muy a menudo, y aunque no contestás, estoy segura de que lo sabías, de que eras consciente de lo que se cernía sobre todos nosotros... Pero callaste y, con resignada quietud, te empeñaste en vernos crecer mientras sacabas de la manga los últimos ases que guardabas. No puedo negarlo porque sabes demasiado de mí, así que te confieso abiertamente que aquellos fueron los peores meses de toda mi vida. Verte rabiar de dolor noches enteras, verte palidecer y enjutarte, tener que ver cómo se extinguía la llama de mi vida entre sábanas de algodón, bubas, alaridos y almohadones...

Te perdí el rastro tantas veces... Pero en ciertos momentos aún reuniste fuerza suficiente como para emerger de la profundidad en la que te sumieron los medicamentos y la cuenta atrás de negra y espesa faz,... Y nacía, vestigio de lo que abandonabas, una chispa en tu mirada- ya ni siquiera podías hablar- lo suficientemente intensa como para tranquilizarme y mostrarme que no te marcharías sin despedirte.

De la web: El Confesionario