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Quizás te diga un día
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas, en esa despedida,
que, aunque el amor nos une,
nos separa la vida.
Quizás te diga un día que se me fue el amor,
y cerraré los ojos para amarte mejor,
porque el amor nos ciega, pero, vivos o muertos,
nuestros ojos cerrados ven más que estando abiertos.
Quizás te diga un día que dejé de quererte,
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas, en esa despedida,
que nos quedamos juntos para toda la vida.
(José Ángel Buesa)
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Cartas al Pasado
Carta Urgente
Para no decirlas
Hay cosas que escribo en canciones
Para repetirlas
Hay cosas que estan en mi alma
Y quedaran contigo cuando me haya ido...
En todas acabo diciendo cuanto te he querido...
Hay cosas que escribo en la cama
Hay cosas que escribo en el aire
Hay cosas que siento tan mias....
Que no son de nadie
Hay cosas que escribo contigo
Hay cosas que sin ti no valen
Hay cosas y cosas...
Que acaban llegando tan tarde..
Hay cosas que se lleva el tiempo
Sabe Dios a donde
Hay cosas que siguen ancladas
Cuando el tiempo corre
Hay cosas que estan en m i alma
Y quedaran conmigo cuando me haya ido...
Y en todas acabo sabiendo cuanto me has querido...
Hay cosas que escribo en la cama...
Hay cartas urgentes que llegan cuando ya no hay nadie...
(Rosana Arbelo)
Una carta de amor
no es un naipe de amor
una carta de amor tampoco es una carta
pastoral o crédito / de pago o fletamento
en cambio se asemeja a una carta de amparo
ya que si la alegría o la tristeza
se animan a escribir una carta de amor
es porque en las entrañas de la noche
se abren la euforia o la congoja
las cenizas se olvidan de su hoguera
o la culpa se asila en su pasado
una carta de amor
es por lo general un pobre afluente
de un río caudaloso
y nunca está a la altura del paisaje
ni de los ojos que miraron verdes
ni de los labios dulces
que besaron temblando o no besaron
ni del cielo que a veces se desploma
en trombas en escarnio o en granizo
una carta de amor puede enviarse
desde un altozano o desde una mazmorra
desde la exaltación o desde el duelo
pero no hay caso / siempre
será tan sólo un calco
una copia frugal del sentimiento
una carta de amor no es el amor
sino un informe de la ausencia.
(Mario Benedetti)
Carta
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres
me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
Se buscan cartas de amor...
Directo al Corazón
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Peces en mi Red
El Diario de Lucía Maraver
Querido diario:
Hace tres años que no escribo. Hace tres años me fui de viaje en busca de la felicidad y haciendo autostop hacia el país de los sueños conocí al hombre perfecto, Amor nº 14. Para castigarlo por haber tardado tanto tiempo, me casé con él. Es maravilloso, más de lo que nunca pude imaginar. Tan perfecto como los castillos de arena que fabrica para mí. Acabo de hacer dorada a la veneciana, en estos años he aprendido a cocinar. Ya no veo la tele nunca. Aborrecí los programas que veía, porque cuando los ponía era una pelea continua con Amor nº 14. No quiero que se enfade conmigo. No he aprendido nada. Actúo igual que lo hacía con los anteriores. Siempre he tenido miedo al abandono. Ese es un trauma que jamás superaré. Se lo debo a mamá, pero ella ya no lo recuerda…
Enciendo el ordenador todos los días. Varias veces. Estoy enganchada y esa es mi única adicción. Escribo mientras pienso y no sé muy bien qué pongo.
En la habitación de la hija que nunca tendré hemos instalado la biblioteca. El saber ocupa mucho espacio en esta casa. No es un hogar, es sólo una casa bonita en una urbanización de lujo. Amor nº 14 no echa en falta a la hija que nunca tendremos, sólo yo pienso en cómo sería su vida, de haber existido. No veo su cara, pero sí una cuna preciosa en forma de nuez gigante. Creo que voy a separarme. Acabo de redactar una decisión antes de haberla tomado. Voy a sacar a mi hija invisible de su preciosa nuez gigante y me voy a marchar por la puerta. Amor nº 14 no se merece esto. Es una buena persona. No tiene aristas, es lineal y previsible. Sé que lo pasará mal. Pero voy a dejarle. Hay más. El-imaginario-hombre-casi-perfecto ha estado estos días rondando por mi vida. Y me han entrado las dudas. No lo niego.
El caso es que vuelvo a casa. Ya no me reconozco en los espejos y eso me afecta. Tengo que volver a encontrarme.
Lucía
(La Dama)
Carta a Noah
Además de mi amante, eres mi mejor amigo, y no sabría decir qué faceta de ti me gusta más. Adoro las dos, como he adorado nuestra vida en común. Tú tienes algo, Noah, algo maravilloso y poderoso. Cuando te miro veo bondad, lo mismo que todo el mundo ve en ti. Bondad. Eres el hombre más indulgente y sereno que he conocido. Dios está contigo. Tiene que estarlo, porque eres lo más parecido a un ángel que he visto en mi vida.
Tu imagen vagando en mi recuerdo
Los árboles, alzándose por encima de nuestras cabezas, me transmitían entre susurros los mensajes de almas atormentadas por el tiempo y el dolor.
De pie frente a ti te observé durante unos minutos, balbuceando palabras en un idioma inventado que solo tú y yo podemos entender. Me atendiste con paciencia, sin interrumpirme, como siempre…
Pude leer tu sonrisa en las letras del frío mármol, contemplar tus dulces ojos. Me hablabas en silencio y yo te escuchaba en mi interior.
Te di un beso de despedida, como siempre… un beso que se enfrió al tocar tu piel.
Y entre el silencio de las tumbas, aún puedo escuchar tu voz…
Tu imagen vagando en mi recuerdo.
Carta a Luis
Madrid, 1 de noviembre de 2006
Querido Luis:
Hace una semana me decidí a abrir la caja de recuerdos de nuestra relación y los papeles que sólo estaban impresos por una cara, empecé a usarlos como papel reciclado.
Hice dos montones. Uno lo dejé en la cesta de mimbre del salón donde antes dormían apiladas las revistas viejas. El otro me lo llevé a la oficina y lo coloqué en una bandeja encima de la cajonera.
Sobre el programa del Réquiem de Verdi que vimos en Praga, tomé algunas notas en la reunión de tráfico de los lunes.
En la servilleta del bar de Malasaña donde nos enrollamos, hice unos dibujos tontos mientras hablaba por teléfono con un proveedor.
Sobre la factura de la casita de Cabo de Gata a la que fuimos en Semana Santa, apunté la lista de la compra.
Detrás de la foto de Carnavales, en la que íbamos disfrazados de Adán y Eva, escribí "Miércoles 15, dentista a las 16:30".
Sobre el e-mail que me mandaste para darme ánimos cuando murió mi perra, apunté una receta de merluza con salsa de pimientos que descubrí en un programa de la tele.
En el reverso de la entrada del concierto de Madonna, le dejé escrito a la asistenta que, por favor, comprara ella los productos de limpieza.
Detrás del post-it que me dejaste en la puerta del frigorífico con un corazón atravesado por una flecha, tomé nota de los números ganadores de Euromillones. Sobre la carta en la que me decías que no podías vivir sin mí, apunté el teléfono de un chico que conocí en la fiesta de cumpleaños de María.
La montaña de papeles de la oficina se acabó rápido. La de casa va por el mismo camino. No sabes lo bien que me siento después de haber contribuido a la preservación del medio ambiente.
Un beso. Cristina.
(María Jesús Baratas del Pozo. Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor)
Carta de un Minuto
Hola Javier:
Te escribo desde el aeropuerto, camino de Senegal (al final conseguí la Beca del Ministerio) y dejo muchas cosas atrás. Algunas las he dejado cerradas, otras están esperando mi regreso, como el equipo del hospital, y otras, se quedaron en el aire. Ya sé que fuiste tú el que me dejó hace tres meses, y quizás me esté costando olvidarte.
Pero es este alejamiento el que me da la fuerza para decirte las cosas que no te dije en su momento, y es que no le temo ya a nada. Por eso te puedo decir con auténtica franqueza que te desprecio.
Si, te desprecio por negarme los cafés de por la mañana en nuestra cama, por quitarme el roce de tus manos al apartar un mechón de mi cara, por cerrarme tus ojos y no poder ver ya nada sin ellos, por robarme besos en el pasillo del hospital, por alejarme de tu cara, por dejarme vacía si no estás dentro de mi. Te desprecio por hacerme llorar, por el frío durante estos tres meses, por la mudez de mis labios secos, por la cojera de mi corazón, por la soledad en las sábanas, por la angustia en los pasillos, por la pena de cuatro años y este final. Te desprecio porque Madrid ya no es igual, por mis amigos que eran todos tuyos, porque la pasta al pesto me sabe rancia, porque las butacas del cine son incómodas sin tu hombro al lado. Te desprecio por los hijos que no hubo, por las vacaciones que nos faltan, por no tener una hipoteca conjunta, porque me vas a faltar el resto de mi vida.
Me voy, están avisando mi vuelo, no sé si me dejo algo más, pero creo que es suficiente para decirte como me siento. No espero saber nada de tí, como tú ya no sabrás nada más de mi. Sólo quería decirte que todo lo que te desprecio es por todo lo que te amé.
Simplemente,
Ana
(Mónica Cuesta. Carta finalista del II Concurso Antonio Villalba)
Flores de Nata
Ayer tuve una cita. No es que me apeteciera mucho, la verdad, pero Linda insistió tanto que no pude negarme. Quizá hubiera sido más acertado hablarte antes de ella. El domingo me acerqué a esa floristería con forma de invernadero. ¿Te acuerdas, Sonia? Cuando paseábamos por el bulevar te detenías delante de los ramilletes del escaparate y yo disfrutaba al oírte pronunciar aquellos nombres tan raros.
Elegí unas orquídeas y una docena de rosas blancas, pero cuando ya iba a pagar me arrepentí. Para qué disgustarte si aún no era seguro que saliera con Linda. Y me alejé de la tienda, aflojándome el nudo de la corbata.
Mira que ha pasado tiempo, Sonia, pero cada vez que me ajusto la corbata es como si viajáramos de nuevo en el coche de línea. Aquella mañana radiante en que Patones se fue quedando atrás por la ventanilla y, como quien no quiere la cosa, me aconsejaste que vistiera siempre con corbata, que parecía más elegante con ella. Y también lo reviví ayer, mientras intentaba convencerme de que no es delito quedar con una compañera de la oficina. Y menos aún en estas fechas. Ponte en mi lugar, Sonia, le di largas desde mayo. A los cincuenta ya no tiene uno ganas de flirteos, pero Linda es la nueva redactora del periódico. No tiene amigos en Madrid, la pobre llegó trasladada de Valencia. Insistía en que tomáramos un café al acabar el trabajo, pero me opuse durante meses.
Me inquietaba lo que pudieras sospechar. Que vieses fantasmas donde jamás han existido y me inventé mil excusas. Las consultas al dentista, una avería morrocotuda del coche, qué sé yo. Nunca se me dieron bien los engaños, Sonia, y tal vez Linda lo notaba. Quizá pensase que no quería salir con ella. Lo cierto es que me planteó un ultimátum. No te figures que me resultó fácil. Pasé toda la jornada dándole vueltas, mientras revolvía de un montón a otro los artículos de prensa del archivador. Sin olvidarme de ti ni un segundo, Sonia. Dudaba si aceptar o no. Y eso que salí tan decidido del ático que cerré todas las ventanas. Me sigue molestando que se desperdicie la calefacción y quedarme muerto de frío cuando regreso a casa. Pero te prometo que no imaginé que te enfadarías de esa manera, por eso me animé y escribí un correo a Linda, diciéndola que sí, que la esperaba a las cinco ante la puerta giratoria del diario.
A estas alturas no pienso engañarte, Sonia. Me lo pasé bien, no puedo negarlo. Al cruzar junto a Nebraska me empalagó el aroma de los primeros roscones. Cómo no recordarte. Pero mis pensamientos eran tan fugaces como la riada de gente que me embestía en la plaza de Bilbao. Yo ya no estoy acostumbrado a estos guirigáis, Sonia. Sólo atravieso la ciudad en coche y a las seis suelo encerrarme en casa. Pero Linda no se cansaba de señalar con el dedo, como una niña maleducada. Si la hubieras visto, Sonia. Sin darme tiempo a relajar los ojos, mostrándome el Papa Noel que trepaba en un balcón, las guirnaldas tendidas en las farolas, como si el forastero fuera yo. Se me hacía tan insólito caminar al paso de otra mujer, Sonia… Hasta ayer no había advertido que tenéis un brillo semejante en la mirada. Tanto que mientras tomábamos un irlandés en el Café Comercial, temí que con solo fijar sus ojos en los míos intuyera mis pensamientos, como tú al observarme.
No te saqué a relucir, Sonia. Tampoco hizo falta. La tarde transcurrió como en las sobremesas que pasábamos con los amigos, todo el tiempo charlando. Bueno, yo no, Sonia, a mí sigue sin molestarme permanecer callado. Pero Linda es tan locuaz. Cambiaba de un tema a otro con la misma soltura con que hizo desaparecer los cacahuetes bañados de chocolate. No probé ni uno, se los zampó todos ella. Yo me ausentaba a menudo. Me sentía tan distante al acercar la cucharilla de nata a mi boca y me acordaba de ti, tras merendar un pastel, sin limpiarte aún los labios. Tuve tentaciones de irme, pero Linda al terminar se sacudió las manos en el vestido de flores y en voz tan baja como una confesión me dijo que los frutos secos le chiflaban. No hace falta que lo jures, la respondí alejando mi oído de sus labios, y por eso tuve que pedir otro café, sólo por eso, Sonia, para que nos llenaran de conguitos el plato. Jamás he pecado de roñoso, y no deseaba dar esa impresión en mi primer encuentro. Una cosa es ser reservado, Sonia, y otra muy diferente tacaño.
Caí en la cuenta de que nunca estuve en ese Café contigo, Sonia. Y te añoré como cada mañana al arreglarme para acudir a la oficina, cuando me prendías el alfiler de la corbata. Y eso que el local permanecía muy animado. Desde lejos escuché a Linda repasar las exposiciones de fotografía que se inauguran estas navidades, mientras pensaba que te hubiera encantado el trasiego de los camareros con sus pajaritas y el sabor delicioso de la nata. Pero Linda esperaba una respuesta. Es como si te hubieras aprendido de memoria una guía cultural, la comenté. Ocultó la mirada en el suelo plagado de servilletas inservibles y me reconoció que nunca iba a verlas, que prefería hacerlo acompañada. Entonces se fue al servicio, Sonia, y entretuve mi tristeza fingiendo que me interesaban los cuadros del bar y Linda sin volver del cuarto de baño.
No entiendo cómo pudo suceder. Quizá porque ya no acostumbro a tomar alcohol, Sonia. Nunca lo hago. Como mucho una cerveza antes de cenar, pero de whisky nada. Perdóname. Pero me hizo gracia cuando Linda comentó que me envejecían mis vestimentas. Quizá si me peinara de otro modo y si no llevase corbata. No es cuestión de apariencias, sino de edad, respondí. Pero en aquel instante no medité lo que me hacía, por un momento, Sonia, debí olvidarte. Y mientras me aseguraba que no era viejo, dejé que Linda me echara hacia atrás el flequillo y deshiciera la lazada. Me dejé quitar la corbata y la guardé en un bolsillo. Tal vez debí sentirlo, Sonia, pero no lo hice. Al poco rato, salimos del local y acompañé a Linda a coger un taxi. No sucedió nada más, Sonia. Te lo prometo. Excepto que ella se tomaba vacaciones y me entregó una tarjeta de visita. Por si te animas a asistir a una exposición estas navidades, me dijo, y la vi desaparecer en el taxi. Yo preferí volver a casa andando, total no estaba lejos y necesitaba un poco de aire. Aunque me ensordecieran los petardos que los chavales tiraban junto al mercado de la plaza de Barceló, donde hacíamos las compras las mañanas de los sábados.
No he sido del todo sincero contigo. Lo cierto es que prefería retrasar el momento de volver a casa y hacía una noche tan agradable. El viento imprescindible para formar remolinos y tanta vida en las calles como si fueran las once de la mañana. Me acordé de los domingos cuando íbamos a los cines de la Gran Vía, como dos novios de la mano, y luego discutíamos porque yo prefería comer unas bravas en Espoz y Mina y tú merendar una reina de nata. ¿Qué hubiera sido nuestra vida sin esas discusiones? Acababas saliéndote con la tuya, Sonia, y entonces me incomodaba, pero ayer no, ayer tenía la risa floja mientras regresaba a casa y me complacía recordar. De modo que no reparé en que no me había vuelto a poner la corbata.
Fue al entrar en el vestíbulo. Saqué la prenda hecha un guiñapo del bolsillo de la cazadora y sólo entonces lo sentí, Sonia. La terraza abierta de par en par, y yo que habría jurado… La cerré, ¿a qué sí? Sí, sé que la cerré, Sonia, porque iba a tardar, porque salí casi convencido de que me iba a pasar la tarde con Linda, tomando un café. O dos. Qué tiene eso de malo. Allá afuera, asomado a la barandilla, estuve a punto de hacer confeti con la tarjeta de Linda y dejar que se la llevase el aire. Que los trozos volaran entre las chimeneas y los neumáticos de los coches. Aunque te parezca mentira, a esas horas quedan muchos circulando. Pero preferí cerrar las ventanas, sentarme en el butacón frente a tu fotografía y mirarte fijamente. Tus ojos me parecieron de un tono más mate que el que yo recordaba. Quizás la calidad del papel. Por eso, Sonia, hoy volví al puesto de flores. Supongo que no me será sencillo acostumbrarme. Por lo pronto he cambiado la corbata por un foulard de seda, así no sentiré la garganta tan desprotegida como si no llevase nada. He colocado las orquídeas y las rosas en el jarrón junto a tu foto. El blanco siempre te favoreció, Sonia. Aunque te manchara los labios.
(Silvia Fernández. Carta finalista del VII Concurso Antonio Villalba)
Carta a un Pez Azul
Qué extraño se me vuelve hablar otra vez contigo. Ya son 19 años desde que te dejé en aquella playa nuestra de paseos interminables y vomitonas nocturnas. Nunca te sentó bien beber. No he vuelto a escuchar reflexiones tan dolorosas ni a sacar discursos tan febriles y negros de esta cabeza donde siempre se revuelve todo de más.
No sé si ahora sería capaz, perdí el mapa para llegar a ese epicentro cuando me mudé a esta ciudad. Porque no te dije, pero me vine a vivir a Barcelona. Me casé con una de fuera, siempre dijiste que terminaría así. Nunca te creí. Eras más listo que yo pero menos duro, por eso yo sigo vivo y tú no. ¿Quieres oír algo gracioso? He sido feliz.
Tampoco te conté nunca lo que sentí aquella mañana mientras te subían a la ambulancia hinchado y azul como un pez. ¡Qué grandísimo hijo de puta! Yo tenía mis planes esa noche y tú por lo visto los tuyos, pero había tiempo para dar una vuelta. Echaste los restos en aquel último paseo. Ingenioso, socarrón y divertido hasta que me abrazaste. Nunca me habías besado y te disculpaste al separar tu boca de la mía. Te gustaba sorprenderme siempre pero esa vez, solo esa vez, el sorprendido fuiste tú. Me quedé parado ante ti, perdido frente a ese otro mar, cantábrico y rebelde, en aquella playa llena de jóvenes que apuraban la noche del sábado. Asustado frente a mis sentimientos me fui hacia una chica que lanzaba un vaso al agua y la besé.
"¿Ves que no es nada difícil?" Te lo dije riéndome y sin mirarte a los ojos. Con la sorpresa sin réplica de la chica como testigo. También te reíste y en un arranque de audacia impropia de ti me pediste repetir la broma. Eché a correr por la arena. Caí. Estaba húmeda. Se me pegó en las manos. Me entró en la boca y en los ojos. Dolía. Aquellos malditos granos salados dolían. Me levanté con un zapato en cada mano para poder seguir corriendo hacia la Escalerona. El corazón como un reloj que se hubiese vuelto repentinamente loco marcaba un ritmo hacia atrás. Y yo, indómito como nuestro mar, hacia adelante. No sabes lo difícil que fue no mirar atrás. Alcancé la baranda y entré en el paseo marítimo, jodido pero entero. Fue una noche larga, Javier. Terminé en la explanada de la Escuela de Industriales. Gané la carrera de derrapes. Reventé una rueda, Juan, Chechu y los demás me ayudaron a cambiarla. No veas la caras y el abollón del coche. Gané la carrera y el respeto de aquella banda de descerebrados que llamábamos amigos.
Volví a casa de madrugada. Mi madre me esperaba nerviosa en el salón. De pie. Me asusté al mirarla a los ojos. La tuya había telefoneado histérica porque aún no habías aparecido. La tenías acostumbrada a la llamada de media noche desde que estabas en tratamiento. Tengo una nena de siete años, igual que tú es hija única y tardía. Clara, mi mujer, no puede tener más. ¡Cómo te sigo extrañando, cabrón!
Recuerdo que salí corriendo delante de los gritos de mi madre que me persiguieron hasta el portal. Su voz como un huracán arremolinándose en el hueco de la escalera sin lograr alcanzarme. Todos te buscaban ya.
Eran las once y la mañana estaba gris. La lluvia no era limpia ese día. Dejé de correr a la altura de la calle Covadonga. Mientras caminaba hacia la playa, recordé fragmentos sueltos de conversaciones que habíamos tenido. Mira que declararte ateo porque no te encajaba la idea del demonio. Bien que intenté hacerte entender que el demonio no tenía que cuadrar en nada. Que o se creía en él o no se creía, pero cuadrar... por más que te empeñases no cuadraría nunca. Que las cosas de Dios son eso, Fe. Y o la tienes o no. La culpa la tenían aquellos libros de filosofía que te empeñabas en entender. La verdad es que tenías cojones. Si hasta dejó de hablarte aquel profesor chiflado porque le sacaban de quicio tus argumentos que al final del primer trimestre ya era incapaz de rebatir.
Llegué a la zona de Capua sin estar seguro del camino que había seguido. Me dejó helado la corriente que por allí penetra sin miramientos la ciudad. Crucé al paseo y vi las luces de la ambulancia. La policía había acordonado la zona con cintas tricolores atadas alrededor de las farolas. No sé por qué pensé en una inauguración en la que yo fuera el encargado de cortar la cinta. Pero sólo tenía mis manos y un uniformado me detuvo. No se podía pasar hasta que llegase el juez para ordenar el levantamiento del cadáver.
Y al fin te vi. Como si hubieses encallado en la arena después de haber perdido el rumbo. Igual que aquel delfín, ¿recuerdas? Apareció una madrugada y fue primera página en la prensa local. Igual tú diste que hablar. Una parte de que el caso siguiera en boca de todos meses más tarde la tuvo tu apellido, la otra por entero la teatralidad que te empeñaste en ponerle a ese acto final. Extraño los silencios crípticos de aquel juego a dos bandas y excluyente. Pienso que por fin te he perdonado. Será por eso que te escribo. No sé qué es peor, si el peso del rencor o el dolor de la ausencia. La soledad ha vuelto a acorralarme, la misma a la que bautizaste ridículamente para poder burlarte de ella. Tú tan listo y se te escapó que nombrar es permitir que algo ignorado entre a formar parte de uno. El gran pez azul me ha cogido por sorpresa Javier. No sé como sacármelo de dentro.
(Mar Rodríguez Coya. Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor)
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NO TE PREOCUPES, CARMEN (24.12.2010) Sé que no lo entiendes muy bien, porque me dices que tendré muchos otros días para cenar sola. Insistes...
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"La primera vez que la vi… Todo en mi cabeza se silenció. Todos los tics, las imágenes constantes desaparecieron. Cuando tienes tr...
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A partir de hoy me echarás de menos, tendrás que aprender a vivir sin mí. No es difícil. Yo he aprendido los últimos meses a vivir tu ausenc...
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Nota: Hay cartas que cambian la vida de alguien. Ésta es una de ellas... Al Amor de mi Vida: Hace casi cuatro meses ...
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Querida Amiga nueva: Todo lo tangible descansa sobre lo abstracto. Todo ruido ensordecedor tiene sus cimientos en un profundo silencio... to...
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Te escribo ahora por si mañana no formo parte de tu vida. Por si mañana no puedo entender "esto" que haces por los dos. Por s...