miércoles, 28 de enero de 2009 | By: Abril

El Poeta Asesinado


La verdad es que desde el principio me caíste mal. Dijiste que eras poeta y pensé, esto ya se jodió. No me malentiendas, me encanta leer poesía y aprenderme poemas; a veces hasta me levanto recitando, depende de mi humor, y de los temas que me rondan por la cabeza: esta mañana te sorprendo con el rostro tan desnudo que temblamos, sin más que un aire de haber sido y sólo estar, un aire que te cuelga de los ojos y los dientes.

O si me siento más ligera de espíritu: Rilke, ella dijo, ¿no adoras a Rilke? No, dije, me aburre, los poetas me aburren, son mierdas, caracoles, pedacitos de polvo en un viento barato. Yo pienso casi lo mismo, pero con una diferencia, me aburren los poetas de carne y hueso porque son muy sensibles y ver la sensibilidad a todo color es desagradable. No es que me moleste mirar dentro del corazón abierto de alguien; es algo que hasta cierto punto admiro. Me gusta, por ejemplo, la sensibilidad de Van Gogh al pintar su noche estrellada. La sensibilidad que mostró Mozart al componer su vigorosa marcha Turca. ¿Se entiende mi punto? Pero, por Dios, no me jodas mostrándome la tuya a cada instante. No me dejas caminar tranquila por la calle porque te la pasas extendiendo tu dedo índice frente a mí para que vea un árbol, una fuente o niños jugando en la banqueta. Sí, muy lindo, sí, ¿pero qué esperas de mí? No me parece nada extraordinario. En cambio tú te sueltas hablando de la naturaleza, del viento que mece al mundo, de la enorme suerte que tenemos de escuchar el canto de los pajaritos, y te juro que no puedo soportarlo y quisiera que en la próxima calle que crucemos te atropelle un carro. Claro que no te deseo nada grave; me conformo con que no puedas hablar por unas cuántas semanas o que pierdas la memoria y se te olvide que eres poeta.

Lo que nunca me voy a perdonar es haber compartido contigo una de mis composiciones favoritas, porque ahora, cuando me atrevo a volver a ponerla, siento que una enorme mancha atraviesa las notas. Te conocía poco, es verdad, y nunca me imaginé que fueras a reaccionar de esa manera. Encendí el aparato y empezó a escucharse la melodía. Vi tu rostro y pensé asustada: ¿por qué tiene esa cara de idiota? Habías cerrado los ojos y un gesto de éxtasis de retrasado mental ocupaba tu rostro. Ése fue sólo el inicio del horror. Cuando terminó la música abriste los ojos y dijiste que los violines se te metieron en la carne, que el piano todavía vibraba en tu alma y que sentías que la música te quemaba sin hacerte daño. Basta, pensé, basta. Todo lo demás lo escuché bebiéndome un vaso repleto de ron.

Desde ese momento creíste que nuestras almas se parecían. No había día en que no me invitaras a caminar para observar la vida, o en que sin que viniera al caso te soltaras recitando un poema, o me hicieras saber que el mundo entero te conmovía a cada segundo, desde una hormiga hasta la sombra que proyectan los edificios. No había manera de que la poesía dejara de navegar por el torrente de tu sangre. Eso lo dijiste una vez pensando que ibas a impresionarme.

Unas semanas después me mandaste una carta. A mí nunca nadie me enviaba cartas, por eso me tomó por sorpresa encontrarme con una en el buzón. Al ver quien era el remitente me desilusioné un poco, pero luego me sobrepuse y pensé: bueno, una carta es una carta. Me senté en el patio a leerla y fue como si estuviera contigo caminando por la calle, escuchando todas las estupideces poéticas que te provocaban la contemplación del mundo y sus criaturas. Al final te despedías diciendo que: el gozo de mirarte hace que mi corazón se cubra de primavera. Me quedé un rato con la vista fija en la frase, luego no pude más, me doblé en dos y me carcajeé hasta que me dolió el estómago, el pecho y la mandíbula.

No mencioné la carta cuando volví a verte y yo notaba que querías que comentara algo. Entramos en una librería y anduvimos recorriendo los pasillos donde se encontraban los libros de poesía. Mira, dijiste, cartas a un joven poeta, es un libro magnífico. Y después; mira, la correspondencia entre tal y tal poeta. Sí, contesté yo, eso sí que debe ser interesante, porque luego hay cada cosa que quieren hacer pasar por una carta y resulta que es una mierda y además salpicada de poesía barata. Me miraste fijamente, ¿cómo cuál? Me adelanté y fingí ver los títulos de unos libros. Te acercaste a mí y volviste a repetir la pregunta: ¿poesía barata como la de quién? Qué se yo, respondí, hay muchos malos poetas en el mundo, ¿no? Sí, dijiste, pero quiero que me digas cuáles son esos poetas que consideras malos. Me hice tonta y seguí caminando por el pasillo hasta que di con el título de un libro que me llamó la atención: el poeta asesinado. Te paraste a mi lado y de nuevo repetiste la pregunta y me imaginé que dentro de unos segundos el canto de los pájaros, el viento, los cálidos rayos del sol, el olor del césped recién cortado, todo ello se incineraría en tu mundo en cuanto yo pronunciara tu nombre.

(Claudia Reina)

Carta finalista del VII Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor