sábado, 7 de febrero de 2009 | By: Abril

Espero un tren, mi Laura


No es fácil llenar una maleta. Supones que basta con vaciar los cajones y sacar algunas prendas del armario, pero no siempre es así. A veces un simple par de calcetines puede retrasar el proceso como no te imaginas. Los sacas del cajón y ya percibes su resistencia. Intentas echarlos en el fondo de la maleta, pero los malditos se te enredan en las manos como si tuvieran vida propia. Por fin, cuando consigues dejarlos en su sitio y te vuelves a coger otra cosa, escuchas detrás de ti una vocecilla que te hace estremecer. Ah -piensas-, no callarán esos calcetines. Imagina que tal proceso se repitiera además con las camisas, con los pantalones, con alguna corbata malévola que se te tirara al cuello. Necesitarías una tarde entera para una simple maleta. No es fácil, no.

Dicen que la culpa puede producir efectos increíbles. Cuanto más te afanas por pasar página, más se afana ella por volver atrás. No es que mis calcetines hablaran cuando los dejé en la maleta y me volví, hablaba la culpa. Laura nos compró para ti, no tienes derecho a alejarnos de ella.

Algo así decían los bribones. La mitad de los objetos que metí en la maleta pronunciaron frases semejantes, casi siempre con desprecio. ¿Adónde te crees que vas? -me dijo el libro de poemas que me regalaste en marzo-. Sin su luz plateada nunca encontrarás tu sombra.

Necesitaba terminar con esta tortura, aunque supiera que nadie en el mundo iba a comprender a qué tortura me estaba refiriendo. Tortura tu nombre pronunciado a todas horas, escrito en el vaho de los espejos, deletreado una y mil veces con la tenacidad del niño que aprende a hablar. Tortura el olor de piel que se mete dentro de los huesos y allí germina. Tortura tu risa afilada, los gestos de tus manos, la blancura cerámica de tus pequeños pies. Y para tal despliegue de crueldad, una única víctima obediente y devota hasta ayer mismo, cuando se miró al espejo y supo que aquel rostro que observaba ya no era suyo, ni suya era su vida de buen esclavo. De ahí a la maleta sólo hubo un paso.

Necesitaba encontrarme, ¿lo entiendes?

Cuando leas esta carta estaré lejos. Aún no se dónde exactamente, pero seguro que en algún lugar lleno de ruidos, de olores, de gestos infinitos que me distraigan. Siento la necesidad de salir a la calle y mezclarme con la gente, quiero entrar en las tiendas a coger y dejar cosas para que mis manos recobren el tacto de las viejas texturas. No centrarme en nada, no excluir nada ni sentir preferencia alguna. Una gran ciudad, por supuesto. Con largas avenidas llenas de curiosos y mendigos, de parejas con niños, de vendedores de objetos inútiles cuyo precio preguntaré por el simple placer de no recordar ninguno. ¿Lo entiendes?

Creo que no. Hasta es posible que, en lugar de hacer comprensible mi acto, esta carta multiplique la perplejidad que empezaste a sentir ayer al llegar a casa y no encontrarme. Recorriste las habitaciones buscándome y llegaste a nuestro dormitorio con los cajones abiertos, sin maleta, sin el libro de poemas en mi mesita de noche. Seguro que pusiste un nombre a aquella escena, y que no fuiste capaz de comprenderla. Por eso escribo estas líneas: para ayudar a tu perplejidad a transformarse en odio. El odio es bueno, créeme. Te da una perspectiva brutal.

Yo deseo todas las perspectivas para, dentro de algún tiempo, poder recobrar la que me pertenece. No me la quitaste tú, eso sería simplificar demasiado, pero de alguna manera provocaste que saliera el esclavo que todos llevamos dentro. Una pastilla y tendrá el paraíso. ¡Cuántos seres humanos firmarían ese contrato! Sin demasiadas dudas, sin más dolor que el roce de las argollas uncidas a los pies. El paraíso a cambio de unos gramos de orgullo: parece un trueque difícil de rehusar. Yo no pude, ni quise, y tal vez ahora me daría cien capones diarios de habérseme ocurrido semejante estupidez. Quién sabe, hasta sería aún más esclavo de tu nombre de lo que llegué a serlo en realidad. Laura..., Laura... Me hubiera vuelto loco de melancolía.

El cambio fue sencillo. Yo nunca he sido gran cosa, un sillar más en el gran edificio del mundo. Me levantaba, iba a trabajar, comía...en fin. Mi única excelencia era juntar palabras y apilar versos con cierto sentido. Cinco o seis poemillas al año, no muchos más. Por eso no tuve que renunciar a casi nada -eso creí hasta ayer mismo- a cambio de mi propio paraíso. De sillar numerado a clave de un arco infinito que eras tú. De poeta sin musa a esclavo en el edén. Como respirar, así de fácil.

Tres años de naufragio voluntario en esa isla con la que todos los hombres sueñan alguna vez. Y ahora, de repente, me voy corriendo a la playa, ato unos troncos de palmera y me hago a la mar con mis calcetines parlantes y esta cara barbuda que no soy capaz de reconocer. Un barco, un puerto, una gaviota solitaria con una rama de olivo en el pico. Es para matarme, ¿verdad?

Y por si fuera poco, te quise con toda mi alma, y te quiero aún, y creo que te querré siempre con una cara o con otra. Ódiame, pequeña. Desprecia al hombre-sillar que prefiere la rutina de las cosas y sus tres o cuatro poemillas anuales. Escupe a quien con tanta dedicación subiste al cielo y ahora se escabulle por la puerta trasera hacia cualquier gomorra de vendedores ambulantes. Llámame loco, payaso, desagradecido... pero no te olvides de comprenderme un instante aunque sólo sea por los viejos tiempos. A los esclavos que huyen siempre hay que apoyarlos un poco, aunque su señor sea rico y bello y justo y les haya tratado como a príncipes. Hay algo decente en su rebelión. Y si me amaste y me sigues amando sentada en la cama con esta carta sobre las piernas, niña, déjame huir también dentro de tu memoria.

Espero un tren. Ha sido una noche muy larga y ahora, con la tímida luz de la mañana, llega la hora de partir. Tengo miedo y la culpa me muerde los huesos. Cada segundo que pasa siento la tentación de desandar el camino y volver a casa de rodillas. Laura te espera -murmuran los calcetines dentro de la maleta-. Ve, tonto, ella sabrá perdonarte. Cada segundo que niego soy un poco más fuerte, un poco más sordo en realidad. Supongo que en dos o tres meses sólo escucharé un runrún de fondo en el barullo de gestos y olores de esa gran ciudad a la que marcho. En dos o tres años, volveré a ser ese sordo perfecto que siempre fui antes de conocerte. Un sillar más en el gran edificio del mundo.

Espero un tren, mi Laura.

(Carlos Buisán)

Nota: Carta finalista del VI Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor