martes, 29 de septiembre de 2009 | By: Abril

La Revelación


Querido Roberto:

Una tarde de diciembre del año pasado, te vi en una entrevista de TV sobre trasplantes de corazón. Roberto Durán, aquel joven inconformista, mi compañero de estudios, mi amor platónico y que siempre quiso ser médico, es ahora cardiólogo y tiene el pelo canoso. Sigues teniendo el mismo encanto. No puedes imaginar la gran satisfacción que siento al saber que conseguiste tu objetivo en la vida. Te conocí por el nombre en el subtítulo de la pantalla. Aún sigues conservando tu voz lenta y esa mirada tranquila que parece un lago donde de un momento a otro aparecerán los cisnes. Investigué en Internet y por fin hallé la dirección de tu consulta. He dudado mucho antes de escribirte porque no estoy seguro de que te guste saber de mí y porque te voy a revelar algo que ahora quiero compartir contigo.

Aquella tarde en la TV, mientras hablabas, volví a recordar tu brillante oratoria como si fuera ayer, aunque han pasado más de 40 años desde que dejamos el internado católico a los 16 años. La excitación que me producía tu mano al felicitarme cuando sacaba buenas notas y cómo me esforzaba para que te sintieras orgulloso de mí o ser yo el elegido para sentarme a tu lado en las clases de matemáticas por mi sabiduría y rozar mis piernas con las tuyas de forma casual, eso Roberto no se me olvidará nunca.

Me gustaban tus gafas ahumadas y tu voz suave como el talco y ese flequillo rubio que te caía por la frente como ramas de sauce… estabas guapísimo. Vestías muy elegante con aquella chaqueta oscura y tu camisa blanca con el primer botón desabrochado. Yo siempre llevaba un jersey azul descolorido y unos pantalones grises de saldo, pero no me avergonzaba. Tu caligrafía era perfecta, la mía era horrible y me lo reprochabas continuamente. Partía por la mitad los caramelos "sacis" que calmaban tu tos persistente y te daba el trozo más grande, te hacía los deberes de matemáticas que tan mal genio te ponían y lo que no sabes, Roberto, es que soñaba tanto contigo que no creía que fueras real. Al amanecer me levantaba y me iba a tu cama a verte dormir. Abría un poco la contraventana para poder apreciar tu cara y permanecía de pie a tu lado hasta un poco antes de que el cura de turno tocara el silbato para levantarnos. Te arropaba muy despacio para no despertarte y algunas veces rocé mis labios sobre tu mano apoyada en la almohada. Para que los demás chicos no sospecharan, llevaba un cuaderno para dejártelo en la mesilla por si acaso alguien o tú me descubría. No hizo falta dejarlo nunca. Tuve suerte y regresé siempre a mi cama antes de que nadie se diera cuenta. Te hubiera dado un beso en esos labios carnosos semiabiertos que quitaban todos los pecados pero te despertarías. Me apetecía meterme en tu cama, abrazarme a ti y enroscar mis muslos, con pelillos incipientes, a los tuyos limpios de bello y de color marfil y que me moría por acariciar.

Una noche, cuando todos dormían, me deslicé de madrugada agazapado entre las camas del dormitorio comunitario, me metí debajo de tu cama y me quedé tumbado en el suelo boca arriba. Pasé horas acariciando el colchón entre los alambres del somier tocando con la punta de los dedos la deformidad ovalada que tenía el colchón al abrazar tu cuerpo. Inventando mil palabras de amor, pintando iniciales en el aire e imaginando mil diabluras juntos, llegué a mojar mi mano y luego me adormecí. Lo repetía cuando la fuerza del amor me quemaba por dentro.

Me las arreglaba para jugar al fútbol de defensa y contra ti, así en pantalón de deporte podía ir a quitarte el balón, regatear y chocar mis piernas con las tuyas desnudas, tocarte la cintura esporádicamente o abrazarte en la disputa del balón o estampar mi sexo contra cualquier parte de tu cuerpo cuando te atacaba o incluso rodar por el suelo los dos medio agarrados. Nadie se enteró nunca de mi pasión por ti. Tú tampoco. Ni los curas lo sospecharon jamás. Me hubieran expulsado del colegio por degeneración mental y conducta pecaminosa y tal vez tú hubieras sido objeto de burla. Sólo un cura en el confesionario me preguntó si había tenido tentaciones con chicos y dije que sí. Me preguntó que con quién y al mencionar tu nombre me dijo que me alejara de ti, que eras un peligro para mi salvación eterna. No entendí nunca por qué amar a alguien del mismo género fuera pecado pero no lo era amar a un hombre Santo.

Durante los dos años que compartimos curso y hasta nuestra separación definitiva, soporté con increíble dolor no ver en tus ojos un destello de ternura, ni un gesto de amor hacia mí, aunque me agradecieras lo que hacía por ti y que según tú, era un buen compañero. La pena de saber que te perdía para siempre cuando me enseñaste la foto de la chica que te traía loco, no cambió mis sentimientos, ni la edad, ni otros enamoramientos que no llegaron a ahogar el mío por ti. Conmigo eras amable y me ayudabas a coserme botones, encuadernar libros, hacer la cama y me dabas alguna moneda. También arreglabas la correa metálica de mi reloj que siempre estaba desbaratada. Ver esa manipulación de la correa, me ponía la carne de gallina. Y cuando me ponías el reloj, parecía que tu sangre iba a circular por mis venas. Pero nunca te diste cuenta que me hervían las terminaciones nerviosas cuando me rozaba tu piel.

Han pasado muchos años, pero te sigo queriendo y no he conseguido olvidarte ni aún casándome. Tú eres mi verdadero amor, tanto que aún conservo un pañuelo blanco a rayas azules que te robé de la maleta y me aseguré que tendría tu olor extendiéndolo bajo la sábana de tu cama una tarde que me quedé solo en el dormitorio simulando un dolor de estómago. Lo retiré una semana después. Tampoco te enteraste. El pañuelo y una carta al poco de finalizar los estudios de bachiller, en la que me decías que no querías perder mi amistad, es lo que me ha hecho seguir vivo. Aunque perdimos el contacto porque estabas enamorado de aquella chica de la foto que llevabas en la cartera, esa última carta la leo cada 26 de junio, día que te vi por última vez a los 16 años, y aspiro el aire y tus hormonas jóvenes a través de aquél pañuelo robado. Y para que no se me olvidara tu rostro, arranqué de la revista anual del colegio, tu foto que conservo en el mismo sobre que la carta, junto con el trozo de esparadrapo que me pusiste encima de la verruga que me arranqué del Brazo.

Ahora te dedicas a sanar corazones. Es una ironía del destino o tal vez un castigo del cielo como diría algún cura del colegio, el que tú seas cardiólogo y mi corazón esté enfermo de ti y no lo puedas curar siendo tú el único médico que podría alargarle la vida. Cuando salí del colegio descubrí que el infierno no está donde nos dijeron sino en no poder amar a quien amas porque el amor está comprometido; en no alcanzar su distancia porque es infinita y el saber que nunca habrá respuesta a ese amor porque al que amas no lo sabe y si lo supiera sentiría rechazo. Te sigo queriendo como entonces Roberto. Supongo que no querrás verme y te preguntarás que a qué viene esto de contarte mis intimidades como si fueras mi confidente y después de tantos años declararte mi amor. La respuesta es que tus colegas han puesto fecha de caducidad a mi vida, y quiero que sepas que te quiero tanto que este corazón que ni tú puedes salvar y que siempre fue tuyo, cuando dé su último latido, ese será para ti solo. Guárdalo… ya no podré darte otro.


Jorge Barmín

(Pedro A García Zanón; Carta ganadora del III Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Esto es una carta de amor y lo demás son tonterías. Gracias por darla a conocer.
Me ha encantado.
Saludos