miércoles, 18 de julio de 2012 | By: Abril

Carta a Faustina




Y los ángeles arrancaron sus vestiduras

para entregarse al frenesí de lo oscuro,

del pecado y así liberaron su alma del hastío...



Giancarlo Rossetti.



Me encuentro sentado, frente a esta hoja en blanco. Quisiera escribir sobre los manantiales que se encuentra más allá de la desdicha, donde la nada ha anegado todos los recuerdos y donde los sentimientos se hallan agonizantes, desangrados bajo la perpetua mirada de ese dios que nos ama con total delirio, enfermo siempre de odio.

Lo cierto es que la fría penumbra que me rodea es testigo de la desdicha de mi mano, de la soledad de la hoja. No puedo escribir lo que quiero, mis palabras siempre se enredan con tu fantasma que habita en mi lacónico pensamiento. Mezclo sin remedio todas mis letras con la poesía que nace de tu mirada, con las plegarias que se desprenden de tu piel.

La noche se apaga lentamente, mientras descubro tu figura en semisueños; la noche se ausenta como brisa de estío y mi corazón suplica por descubrirte una vez más.

¿Cuál es la sinrazón que desboca al amor en efluvios que no se pueden detener?

Mi mirada se pierde en el horizonte, lejos, allá donde te encuentras, allá donde mi vista te alcanza, pero no basta porque este maldito corazón de necio proceder clama a gritos tu presencia, tu cuerpo, tu piel, tu olor a campo en primavera, tu luz de estrella fecundada en la eternidad;  te necesita toda, completa, sin exclusión de ningún tipo, inclusive los momentos que funestamente el tiempo se lleva.

¿Pero qué puede ofrecerte un condenado como yo, querida Faustina? ¿Qué puedo aportar en tu divino pecho si soy un expulsado del cielo?

Beber de tus lágrimas hasta quedarme ciego, llenarte de este amor de eterno proscrito del cielo, saborear tu tristeza con cada beso que mancille tu piel y sufrir la muerte provocada por tu alma peregrina.

No puedo brindarte paz ni felicidad, puesto que son dos terrenos que nunca he conocido; no puedo brindarte paz cuando mi corazón declara que el amor y el dolor son hermanos nacidos de la misma enajenación, cuando sabe que uno, al mirarse al espejo, ve al otro indudablemente. La paz nunca florece en el amor, porque el corazón enamorado tiene que librar mil batallas, contra las circunstancias, contra el tiempo, contra su misma pasión. No puedo brindarte felicidad, porque he navegado por los ríos del amor y conozco que su desembocadura es en el mar de la tristeza. Es el amor una locura que se basta sola para despertar a los enormes nubarrones del dolor y la tristeza, de levantar volcanes de llanto y amargura, de provocar el caminar del lado de la amada, conociendo que su destino es el profundo abismo de la desesperación.

¿Pretendes así amarme? ¿Aún después de leer estos párrafos ennegrecidos por mi alma? ¿Qué es lo que buscas en mí, amada mariposa blanca? ¿Eliminar el hastío del correcto proceder? ¿Descubrir el lado oscuro del alma y hundirte en sus fangosos y atrayentes secretos? ¿Desviarte del sendero llano y aburrido de las leyes de Dios? ¿O amarme, simplemente amarme, sin importar desafiar a todo y a todos?

Conozco a tu corazón inflamado de amor, conozco a tus manos, que vuelan libres cuando sus caricias marcan pertenencia en la piel amada, conozco a tus labios que se visten de beso y de aliento al sentir cerca la boca que te embruja. Así que sé que tu respuesta a mis interrogantes es la afirmación del amor, pero al mismo tiempo, la negación de la santidad.

Perder el camino al cielo, hallar las lúgubres puertas del abismo por mil besos míos, por deleitarte con el excitante roce de nuestros cuerpos, por entregar tu humedad a mis embates de amor, por extraviar tu mirada en mis ojos, por entregar tu corazón y tu alma a quien amas.

Sea pues tu deseo y el mío, construyamos nuestro propio paraíso, finquemos el cielo en el deseo, en la pasión y en nuestro amor. Que el porvenir sea una sombra que no nos alcance en nuestro momento, refugiémonos el uno en el otro y que las llamas eternas no provoquen el arrepentimiento.

Que esta carta sirva para sellar el pacto, aquel pacto que pediste cuando, inocentemente, me seguías, o mejor dicho, cuando pensabas que me seguías, porque siempre fui yo el que te rondaba, el que dibujaba círculos cada vez más estrechos alrededor de ti. Has caído y yo he caído en ti.

Muramos en nuestro paraíso, en nuestro amor, en el torbellino de deseos contenidos hasta ahora, permitamos que la pasión cauterice las heridas que han de llegar y olvidémonos de ese cielo eterno, que no es hogar para nuestros delirios.

Tu siempre amante, M.


(Parzival)