lunes, 18 de febrero de 2013 | By: Abril

Verano para grillos


Y siempre tuviste esa extraña manía de querer ser lo único que existe. Y te echaba de menos, echaba de menos verte dormir, sentir cómo respirabas, notar tus pies cada una de las dieciséis veces que te girabas a lo largo de una noche en la cama, en nuestra cama, echaba de menos mezclar mis libros con los tuyos, beber café juntos, beber vino juntos y sentir cómo te desnudabas, casi siempre muy despacio, ver cómo te desnudabas sin quitarte la ropa y cómo te quitabas la ropa sin desnudarte; cómo me dejabas que te escribiese, que tomara apuntes, y que rayase el papel con tu nombre, Lucía. No, no es tan bonito, no seas tan pretenciosa. Compartíamos casa con algunas plantas y con Chester, ese gato que entró por la ventana y que jamás se quiso marchar. Lleva semanas sin mirarme, estarás contenta, ¿no? Cree que yo tuve la culpa.

"Perdona, ¿cómo dices? ¿Quién eres?", respondiste. Sabías igual que yo que los grillos se acarician para ahuyentar el calor, así es como cantan, rasgándose los costados. Y permanecen castos en la lejanía, mientras se aproximan hasta el momento del encuentro. Se atraen, se gustan y se desean sin verse, ni olerse, ni sentirse; solos y sólo a más de doscientos metros. Su atracción responde al tono. Si la temperatura sube dos grados, uno de ellos agita sus patas a una velocidad mayor y su canto sube un semitono, la pareja entiende que no están a la misma frecuencia y pierde todo interés. Tan sólo por dos grados, por medio tono, nunca llegan a encontrarse. Terrible. Lucía, el equilibrio es demasiado difícil. Pero tú ya lo sabías, sabías que la forma en la que nos arañábamos los costados estaba en armonía, antes incluso de que lo intentásemos.

"Te lo estoy diciendo muy en serio, somos grillos salvajes. Y no, no soy un mirón... sé lo que estás pensando". Sabías que me acercaba porque te tapé el sol, y eso era algo que odiabas.

Al incorporarte lo primero que viste fueron mis rodillas, luego mi pene; desviaste la mirada hasta las estrías carcomidas y apolilladas de mis costados, las mismas con las que haríamos jazz, la primera pieza acompasada llena de arena y sangre; rezaríamos por la armonía, por la melodía de dos grillos en la que sólo alguien como Chester tuviera cabida. Por último mi cara, por último llegaste a mi cara. Seguías molesta, continuaba tapándote el sol. Al menos sonreíste. Quitarnos el tiempo a bocados y la sal de los costados a arañazos, no fue un mal comienzo. Te buscaba sin querer, a veces con miedo a encontrarte; a verte escondida detrás de algún coche, esperando a que me dieras un susto. Esperaba ver cómo te maquillabas en el reflejo de algún cristal sucio. Pintándote los ojos, nunca los labios, fumando un cigarrillo y lanzándolo con rabia contra el suelo. Esperaba seguir tu rastro de nicotina, que se esparciese como un reguero de miguitas de pan sobre el asfalto de toda la ciudad. Fíjate qué tontería, me acostumbré al tono del teléfono; antes tu voz en el contestador, y ya ni eso. Las tres notas que comunicaban, las tres notas que como las primeras tres palabras nos recordaban el tipo de bestias que éramos, sólo que estábamos demasiado lejos. Ni teléfono, ni mucho menos emails. Lo intenté todo, todo menos arañarme los costados. Hasta señales de humo. Como aquel poeta inglés al que mataron en la guerra, escribía tu nombre en un trozo de papel de arroz, antes de colocar un colchón de tabaco, pasarle una lenguada y prenderlo con un fósforo. Me fumaba tu nombre y lo expulsaba hacia arriba. A lo mejor lo veías.

Patético. A estas alturas qué importaba. Fumé cientos de cigarrillos en los que te escribía, porque eran tus no tacones la primera palabra y continué garabateando tus piernas sobre el papel, hasta que el ritmo del bolígrafo se hacía poco a poco más frenético, insistir hasta que se te rompiesen las medias, hasta que se le rompiesen las medias. Lucía, la puta literatura con cientos de faltas de ortografía.

Hacías un café terrible, pero llegué a acostumbrarme, qué remedio. No te gustaba que Chester se bebiera los posos, "no tiene que ser bueno para un gato, está todo el día nervioso, pobrecillo". El único gato del mundo adicto al café. Cada mañana sigo llenando dos tazas, y cada mañana Chester se termina la mía y mira extrañado como cae la tuya por el fregadero. Siempre te querrá más a ti, aunque haga como el que no le importa nadie. No sé si me jode más despertar sólo o con la cara llena de arañazos. Quemar las naves, el último cartucho, la última calada. El cigarrillo en vano con el sabor de la tinta y el amargor de tu nombre. Asomarme al balcón, primero la camisa, luego los zapatos, cinturón y pantalones. Lo intenté todo menos rasgarme los costados. Las manos como garras, brazos arqueados, y el rasgar sobre el surco de mis estrías que rompía el silencio. De nuevo la melodía, nuestra melodía. Rasgar y pensar, rasgar y sólo desear que de repente no te hubieses vuelto más fría, o peor aún, más caliente. "Somos grillos salvajes", fueron mis primeras tres palabras. "Perdona, ¿cómo dices? ¿Quién eres?", respondiste. Sabías igual que yo que los grillos se acarician para ahuyentar el calor, así es como cantan, rasgándose los costados. Y permanecen castos en la lejanía, mientras se aproximan hasta el momento del encuentro. Se atraen, se gustan y se desean sin verse, ni olerse, ni sentirse; solos y sólo a más de doscientos metros. Su atracción responde al tono. Si la temperatura sube dos grados, uno de ellos agita sus patas a una velocidad mayor y su canto sube un semitono, la pareja entiende que no están a la misma frecuencia y pierde todo interés. Tan sólo por dos grados, por medio tono, nunca llegan a encontrarse. Terrible. Lucía, el equilibrio es demasiado difícil. Pero tú ya lo sabías, sabías que la forma en la que nos arañábamos los costados estaba en armonía, antes incluso de que lo intentásemos.

"Te lo estoy diciendo muy en serio, somos grillos salvajes. Y no, no soy un mirón... sé lo que estás pensando". Sabías que me acercaba porque te tapé el sol, y eso era algo que odiabas. Al incorporarte lo primero que viste fueron mis rodillas, luego mi pene; desviaste la mirada hasta las estrías carcomidas y apolilladas de mis costados, las mismas con las que haríamos jazz, la primera pieza acompasada llena de arena y sangre; rezaríamos por la armonía, por la melodía de dos grillos en la que sólo alguien como Chester tuviera cabida. Por último mi cara, por último llegaste a mi cara. Seguías molesta, continuaba tapándote el sol. Al menos sonreíste. Quitarnos el tiempo a bocados y la sal de los costados a arañazos, no fue un mal comienzo.

Hacías un café terrible, pero llegué a acostumbrarme, qué remedio. No te gustaba que Chester se bebiera los posos, "no tiene que ser bueno para un gato, está todo el día nervioso, pobrecillo". El único gato del mundo adicto al café. Cada mañana sigo llenando dos tazas, y cada mañana Chester se termina la mía y mira extrañado como cae la tuya por el fregadero. Siempre te querrá más a ti, aunque haga como el que no le importa nadie. No sé si me jode más despertar sólo o con la cara llena de arañazos. Quemar las naves, el último cartucho, la última calada. El cigarrillo en vano con el sabor de la tinta y el amargor de tu nombre. Asomarme al balcón, primero la camisa, luego los zapatos, cinturón y pantalones. Lo intenté todo menos rasgarme los costados. Las manos como garras, brazos arqueados, y el rasgar sobre el surco de mis estrías que rompía el silencio. De nuevo la melodía, nuestra melodía. Rasgar y pensar, rasgar y sólo desear que de repente no te hubieses vuelto más fría, o peor aún, más caliente.
(Salvador J. Tamayo)

Nota: Carta finalista de la XI Edición del certamen de cartas de amor Antonio Villalba, organizado por la Escuela de Escritores.