martes, 31 de mayo de 2016 | By: Abril

Tarde de los lunes



Puedo imaginar, después de tantos años,  el gesto displicente de tu boca, ese que siempre hacías cuando te decía algo que no te gustaba. Lo imagino, como también imagino que en cuanto termines de leer éstas líneas tomarás el teléfono y escribirás  lo de siempre, solo que esta vez, con enojo y rencor.
Te estarás, en este momento,  sirviendo un vaso de aguardiente añejado pensando en que palabras elegir para ser contundente, preciso y en tan solo un mensaje hacerme pensar que estoy equivocada, que hay un mundo que nos pertenece muy cerca en el tiempo, tan solo con estirar un poco la vida.
La  cita era a las tres, por eso pienso que en quince minutos volaras alguna copa, o vaso o adorno donde puedas apoyar tu furia clandestina. Como si el estallido en la pared te hiciera sentir un alivio inmediato. Un placebo inmensurable. A las tres, como cada lunes de verano, de primavera, de otoño e invierno también. La cita era en el lugar de siempre, lejos del trabajo, de los amigos, de los afectos. Pero esta vez, no estarán allí más que estás líneas en las que mis sentimientos, decisiones y acciones se harán tan presentes como la ausencia de mi cuerpo en el calor de tu almohada.
A las tres de cada lunes, cuando nos encontraba rasgando investiduras, explorando caminos vírgenes y sensaciones desconocidas.  Solo vos, yo, y los las tardes de los lunes. Eso fuimos tantos años. Tantos malditos años en los cuales esperé el milagro de que llegues a mi oficina y me cuentes que estabas listo…
Evité tu mirada tantas veces, tus ojos entornados que me decían en pocos segundos justo lo que necesitaba leer. Evité pasar por las vidrieras y comprarte un regalo. No, comprarte no, sino dártelo. Compré corbatas que imagine atadas a tu cuello, bolígrafos para que firmes los contratos con un accesorio acorde a tu puesto, a tu jerarquía de hombre inalcanzable para todos -creo que ahora siento, que para mí también lo fuiste-. Evite el exabrupto de una llamada a las diez de la noche para decirte que sueñes conmigo. Evite la dicha de caminar por la calle tan solo con tu mano apoyada en mi hombro como cuando viajábamos, siempre por trabajo.
Te creí perfecto, con la palabra justa en los labios, el buen humor continuado y la energía siempre de cara al cielo. Caballero, atento a mis necesidades, coherente con mis ideas y creencias. Carismático, caritativo y justo con las desavenencias.
Eras perfecto, de hecho,  tu retórica me ayudaba a pensar que tenías razón, que la verdad estaba en tus manos. Te seguí, te confié mi vida, te amé con esmero, te extrañe cada noche y añore lo que nunca tuve tan solo esperando las tardes de los lunes.
Por eso entiendo que no será fácil. Desocupar mi escritorio como yo desocupe ayer el cajón de la mesita de luz que te había comprado, solo para que cuando durmieras a mi lado tuvieras tu lugar. Explicaciones a  Gutiérrez del por qué de mi renuncia  -insospechada después de lo que la empresa invirtió en mi carrera-. Explicaciones a mis compañeros de una noticia tan absurda y repentina. Pienso quién te llevara el café a media mañana, te hará masajes en los hombros después de una reunión con el directorio. Quién te ayudará a vislumbrar las mejores alternativas para seguir acumulando un prontuario de  alta rentabilidad y decisiones acertadas.
Si has llegado a leer éstas últimas palabras, te estarás enterando de que voy camino hacia una nueva vida.  Es extraño pero a veces el destino nos sitúa en lugares que nunca pensamos que servirían de morada.
¿Buscando qué? ¿Felicidad? No creo que esa palabra me encuentre algún día. Plenitud, tal vez, sentir haber hecho lo justo, lo correcto.
Pensar en una casa, un perro, en lo común de hacer las compras en la esquina, pero hacerlas con alguien. Decidir que mermelada comprar de a dos.   Encargar empanadas frisadas  y lasaña para más de uno. Un buen vino que no sea malbec –el único que me gusta-. Tener en la alacena galletas de maicena y alfajores para otro que no esté cuidando el cuerpo de manera vitalicia como yo. Tan pocas cosas, tan simples.
¿Dolor? Mucho. Indescriptible. Un agujero en el pecho que trato de tapar con la palma de mi mano presionada, pero es tan grande…
¿Esperanza? Mucha. ¿Fuerza? De haberla tenido, me hubiera marchado tiempo antes.
¿Amor? Demasiado. Pasión, entrega. Nunca reproches, nunca rencor. En tal caso, yo también decidía.
Ahora, después que la furia le dió paso al dolor, te imagino sentado en el sillón de cuero de tu despacho, con la carta en tus manos, la mirada abatida y el no saber hacia dónde ir.
No me busques, sé que no podrás encontrarme.
Huir siempre fue el mejor de tus verbos. Entonces creo que algo, en todos estos años, pudiste enseñarme.

(Gabito)